miércoles, 7 de noviembre de 2012

En la campiña inglesa


La casa se alzaba, solitaria, en medio de la llanura. Rodeada por un caído muro de piedra, se veía abandonada, decadente, triste. Enredaderas del color del bosque más oscuro cubrían sus muros de ladrillo; los postigos entreabiertos de las ventanas le daban un aspecto sombrío. La puerta, que antaño había sido roja como el fuego más vivo, parecía ahora una vieja mancha de sangre, a juego con el arcilloso tejado que no prometía refugio en una noche de lluvia. La chimenea se elevaba majestuosa, de un negro más oscuro que la noche, y era el único detalle que recordaba, de manera sutil, la gran mansión que alguna vez había sido.

Su interior, en cambio, era esperanzador. Bajo la gruesa capa e polvo, resultado de años de abandono, lucían los más exquisitos muebles que pudiéramos encontrar. Su distribución, sencilla, ubicaba los enormes dormitorios al fondo, lejos de la cocina. Cuando uno se atrevía a abrir las ventanas, el efecto era abrumador: oleadas de luz inundaban la casa, dando un aspecto casi mágico a cada habitación. Pero sin duda la joya de esta morada se hallaba arriba. Si uno era capaz de encontrar las pequeñas escaleras y subía por ellas, se encontraba con la habitación más interesante de todas. La pequeña buhardilla, iluminada por la tenue luz del pequeño postigo, prometía cientos de tesoros escondidos a descubrir bajo el manto de plateado polvo.


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