La casa se alzaba, solitaria, en medio de la llanura. Rodeada por
un caído muro de piedra, se veía abandonada, decadente, triste. Enredaderas del
color del bosque más oscuro cubrían sus muros de ladrillo; los postigos
entreabiertos de las ventanas le daban un aspecto sombrío. La puerta, que antaño
había sido roja como el fuego más vivo, parecía ahora una vieja mancha de
sangre, a juego con el arcilloso tejado que no prometía refugio en una noche de
lluvia. La chimenea se elevaba majestuosa, de un negro más oscuro que la noche,
y era el único detalle que recordaba, de manera sutil, la gran mansión que
alguna vez había sido.
Su interior, en cambio, era esperanzador. Bajo la gruesa capa e
polvo, resultado de años de abandono, lucían los más exquisitos muebles que
pudiéramos encontrar. Su distribución, sencilla, ubicaba los enormes
dormitorios al fondo, lejos de la cocina. Cuando uno se atrevía a abrir las
ventanas, el efecto era abrumador: oleadas de luz inundaban la casa, dando un
aspecto casi mágico a cada habitación. Pero sin duda la joya de esta morada se
hallaba arriba. Si uno era capaz de encontrar las pequeñas escaleras y subía
por ellas, se encontraba con la habitación más interesante de todas. La pequeña
buhardilla, iluminada por la tenue luz del pequeño postigo, prometía cientos de
tesoros escondidos a descubrir bajo el manto de plateado polvo.
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