jueves, 11 de marzo de 2010

Lágrimas de sangre (III)

Se sentó en el suelo del baño, mirando al techo, con la cabeza apoyada en la pared. Una parte de su cerebro se preguntó si no estaba perdiendo la cabeza ¿Matar podía volver loca a la gente?

Quizás no le hicieran nada. Lo hizo en legítima defensa, ¿no? Su madre estaba muerta y ella no sabía que hacer. Claro, que… Nunca denunció a su padre. Nunca… De repente tuvo una fuerte convicción y sus ojos se llenaron de angustia. No la creerían. No la creerían y la meterían en un reformatorio… Uno de esos reformatorios horribles… Con gente horrible… ¿Habrían reformatorios para chicas? A lo mejor era una cárcel como la de La reina del Sur, aquella novela de Reverte. Quizás la experiencia la hiciera rica…

Cuando estuvo segura de que se le había pasado la angustia, volvió al comedor. Miró la sombra del cuerpo de su padre, y echó un vistazo al resto de la sala. Recordó los sucesos acaecidos esa misma noche y se estremeció quiso apartar esos pensamientos de su mente, pero no pudo…

Estaban ambas sentadas en el sofá, una junto a la otra, la hija abrazando a la madre. Veían un capítulo grabado de perdidos. Ella se había dado cuenta de que esa serie distraía a su madre. Y necesitaba distracción. Así que, sin contarle nada del instituto, ni preguntarle por el trabajo, en cuanto llegaba se sentaban las dos a ver las peleas se Jack y Locke por una pistola. Aunque ella estaba más pendiente de los pasos que se oían en el pasillo.

A las once terminó el capitulo y fueron a acostarse. Como siempre, intentó convencerla de que se acostara con ella, pero como siempre, no quiso. Y también como siempre, se fue a la cama de matrimonio a esperarle. La oyó acostarse en la otra habitación e, intentando convencerse de que estaría bien, consiguió conciliar el sueño.

A las dos de la madrugada, escuchó el portazo que anunciaba su llegada. Se encogió sobre sí misma, deseando taparse hasta la cabeza con la colcha, pero se quedó alerta, esperando no escuchar más que tropezones y golpes contra los muebles. Sin embargo, oyó un grito de su madre y, por primera vez, la escuchó pedir clemencia. Aludía al amor que él sentía, a que en realidad no sabía lo que estaba haciendo, a que ella le quería. De él sólo se oían balbuceos ininteligibles, frente a los sollozos desesperados de su madre, pidiendo que recapacitara. Después un grito ahogado, un susurro sólo adivinado, el silencio. Un silencio absoluto.

Se levantó, poniéndose una chaqueta mientras caminaba hacia la puerta cerrada de su habitación. Avanzó por el pasillo, hasta que llegó a la puerta de la habitación de matrimonio. Allí se quedó paralizada. Vio a su padre, inclinado sobre el cuerpo inerte de su madre, que yacía sobre la cama.

-Papá… -musitó.

El monstruo se giró a mirarla, aun portando el cuchillo lleno de sangre.

-¿Qué has hecho? -susurró, mirando alternativamente al cuerpo de su madre y al cuchillo que él sostenía. Sangre. No podía ser. Él no hubiera sido capaz…

Se levantó con un bramido y salió corriendo por la puerta. Ella se apartó y le vio entrar al salón. No supo cuanto tiempo estuvo en el pasillo mirando al infinito. Después entró a la habitación y tapó el cuerpo de su madre, mientras unas pequeñas lágrimas surcaban su cara.

Fue al comedor y encontró a su padre tumbado en el sofá, con los ojos entrecerrados. ¿Cuántas veces le había dicho a su madre que necesitaban un móvil? Avanzó lentamente hacia el teléfono, dispuesta a llamar a la policía, pero tropezó con la mesa de centro y su padre abrió los ojos, mirando alrededor. Ella se abalanzó hacia el teléfono, intentando marcar el número de la policía. Él, adivinando sus intenciones, se echó sobre ella, impidiéndole descolgar y aplastándola contra el suelo. Pudo oler su aliento a alcohol, y vio un brillo de locura en sus ojos.

Puso las manos sobre su cuello y apretó, impidiéndole respirar. Ella extendió los brazos, buscando con las manos algo con lo que defenderse. Palpó un objeto suave y adivinó en él el cuchillo. Sin pensárselo dos veces, lo arremetió contra su agresor, acertándole en el cuello… Él paró, la miró desconcertado y se desplomó junto a ella. Se levantó y miró el cuerpo de su padre.

Rompió a llorar.

Ahora las lágrimas corrían a rienda suelta por su cara. No quería ser una asesina… No quería tener que cargar con una muerte en su conciencia.

-Papá, es culpa tuya… Destrozaste tu vida y te empeñaste en destrozar la nuestra. ¿Por qué…?

No pudo contener los sollozos. Recordó la leyenda urbana: la sobredosis de Paracetamol es mortal de necesidad. No se podía curar. Caminó hacia el cuarto de baño, donde guardaban las medicinas, pero se desvió hacia la habitación de su madre.

-Adiós, mamá. Nos vemos luego.