Era una niña peculiar, para qué negarlo. Tenía ese nombre, vivía en ese sitio, se peinaba así el pelo y llevaba esos vestidos. Todos la miraban de lejos, sonriendo preguntándose que clase de padres dejarían a su hija salir así de casa. Pero Dorilda de Campotravieso no les hacía caso. Se creía un hada, un ser que nunca crecería y que viviría feliz en el campo para siempre.
Pero creció, creció y se mudó a la ciudad, donde estudió y se convirtió en la dama más bonita de la sociedad, pero también la más seria. Cuando por fin volvió a su casita de campo, donde sus padres la esperaban, todos la miraron asombrados. Todos los hombres quisieron cortejar a Dorilda de Campotravieso, antaño una niña peculiar y ahora una mujer espectacular.
Pero ella hizo caso omiso, como de costumbre, y no se casó con nadie. Se quedó viviendo en casa de sus padres, incluso cuando hubieron muerto. Y poco a poco volvió a esos vestidos y esos peinados, y recuperó la sonrisa que le provocaba el creerse un hada y ser feliz en el campo. La que antaño fuera una mujer espectacular se convirtió en una solterona peculiar.
Dorilda de Campotravieso murió un hermoso día de primavera, y sus exiguos ingresos no permitieron a los vecinos más que ponerle una simple lápida con su nombre. Días después, sin embargo, apareció un epitafio de un material que nadie supo identificar y del que jamás se supo nada:
Adiós, Dorilda,
la más hermosa de todas las hadas,
siempre te llevaré en mi corazón.
A.