martes, 25 de agosto de 2009

En una carretera.

Buscó una explicación a lo que veía. Tanto dolor, tanto sufrimiento debía ser por una buena razón. No encontró ninguna. Se volvió hacia su acompañante. También tenía la mirada puesta en el infinito, intentando asimilar la escena que se desarrollaba ante ella, quizás. Le puso la mano en el hombro, esperando poder ofrecerle algún consuelo. Ella le sonrió, agradecida. Echando mano al cinto, se adelantaron para enfrentarse a lo que, parecía, se convertiría en su rutina diaria.



Miró a los dos agentes de policía acercarse. Como no, otros metomentodo que no la dejarían hacer su trabajo. Miró a sus compañeros, trabajando a escasos metros de ella. Se fijó en especial en el cuerpo sudoroso de su ayudante personal, el joven Salvador. "Es demasiado guapo para estar aquí", pensó. "Debería estar en mi casa preparando una cena romántica. Los de tráfico llegaron hasta ella. Nuevos. "No os espera nada, chavales".


Miró de reojo a su jefa mientras seguía haciendo el masaje cardiorrespiratorio al joven que yacía en el suelo. Extrañamente, estaba consciente. Vio la mirada lujuriosa que la doctora Sandoval le lanzaba antes de hablar con los polis y sintió un estremecimiento de asco. No debía dejar que sus sentimientos interfirieran en su trabajo, se dijo. pero no deberían dejar que personas como Dolores Sandoval ejerciera la medicina como jefa de ambulancia. No con médicos más jóvenes que ella. Se concentró en su paciente. Debía salvar a su paciente. Costase lo que costase. Aquella era su vocación. Por algo $se llamaba Salvador.


Observó con los ojos entreabiertos al joven médico que intentaba salvarle la vida. "No lo intentes siquiera", quiso decirle."No vale la pena". Podía sentir el fuego a su alrededor, el calor, el ruido... Todo anunciaba muerte. ¿No se daba cuenta? Sentía su llamada cada vez más cerca, y cuán inútiles eran los esfuerzos del niñato ese por evitar lo inevitable. Recordó a Marissa. ¿Lloraría ella su muerte?


Marissa Estem miró la hora. Ese vejestorio de Guillén debería estar allí. Era la primera vez que llegaba tarde. Sonrió. Creía que estaba tan loca por él como él por ella. Pero ella sólo quería el dinero. El dinero que Salva necesitaba. El dinero que le había robado a Adela.


"Esta mujer piensa que somos unos ineptos", pensó Adela García, frustrada. Miró a su compañero, que intentaba hacer entrar en razón a la cincuentona doctora. Era posible que esa noche muriera alguien allí, debían estar presentes. Ella negó. Sus funciones se limitaban a regular el tráfico. Los heridos debían dejárselos a ellos. El joven médico llamó a su jefa. ¿De que le sonaba su cara?


Lejos, muy lejos quizás, alguien observa la escena, sonriente. Mira divertido al joven Salvador Torres, que está intentando salvarle la vida al amante de su novia. Mira también a Roberto Guillén, que está siendo salvado por el novio de la que piensa que es la mujer de su vida. Observa ahora a la joven policía forzada, cuya herencia trata de recuperar su hermana. Lástima que ambas no tuvieran el mismo padre. Quizás entonces Guillén se habría dado cuenta de que la hermosa Marissa sólo quiere vengarse por la gran estafa al banquero Francisco García.
Mira entonces a los dos invitados de la obra. El joven Arturo Pérez, policía, enamorado de Adela desde la academia. Dolores Sandoval, doctora jefe de Ambulancias, cuya vida sentimental esta plagada de fracasos y que se consuela pensando en sus pupilos. Suelta una carcajada. Qué divertida la vida de los mortales vista desde arriba, concluye. Qué divertida.

domingo, 16 de agosto de 2009

Jeannine

Jeannine solía repetirme hasta la saciedad que nunca somos alguien hasta que lo perdemos todo y comprendemos que en realidad somos nadie... No lo comprendí hasta que un día se esfumó. Desapareció. Sin dejar rastro. Pasaron tres años sin una llamada ni un e-mail. Nada. Intenté contactar con ella de todas las maneras posibles, pero después de un año de infructuosa búsqueda, desistí. Mi amiga siempre había sido muy voluble, y quizás había tenido un arranque de locura y se había ido a vivir a alguna comuna hippie. Pese a que me costó admitir que la estudiante de derecho más promentedora que conocía dejase la carrera por alguna idiotez, entraba dentro de la lógica de mi amiga. Ya podéis adivinar la sorpresa que fue el que me llamara tres años despúes de su desaparición.
-¿Avril?-me dijo cuando cogí el teléfono-. ¿Avril, eres tú? Soy Jeannine.
-¿Jeannine? ¿Jeannine Maréchal?
-¿Conoces a más Jeannines? Claro que soy yo, Av. Me alegra que no hayas cambiado de móvil.
-¿Dónde has estado? Te llamé...
-Tiré el móvil. Lo siento. No vi tus llamadas.
- ¿Y por qué...?
-¿...te llamo?-completó-. Av, te necesito. Urgentemente.
-Estás más rara que de costumbre.
-Porque no me has visto-la oí reír al otro lado del teléfono-. ¿Sigues viviendo en la residencia?
-¡No! Ya acabé la carrera. Ahora vivo en París-le di la dirección.
-De acuerdo, voy para allá. Yo también estoy en París. Nos vemos en diez minutos.

Llegó exactamente a los diez minutos. Pero no era la Jeannine que yo conocía. Ya no. Era... La sonrisa era la misma, y también sus ojos, pero había algo en su mirada... Y la forma de vestir. La Jeannine que yo conocía vestía las ropas del mercadillo hippie, se peinaba con dos golpes de peine, dejando sus cabellos rebeldes sueltos, con la excepción de las rastas que André, su compañero de clase, le hacía de vez en cuando. La chica que yo tenía ante mí no era nada de eso. Vestía un traje de Prada de seda (mi madre era modista, sé de lo que hablo) y unos Jimmy Choo en los pies. Para rematar la jugada tenía su pelo (su precioso y rebelde pelo, toda una seña de identidad) recogido en un moño realmente elegante, pero que le daba un aspecto de seriedad poco común en ella. Supongo que detectó mi vacilación, porque sonrió más todavía y habló con la voz que yo tanto apreciaba.
-Venga, Avril, no seas así. Soy yo, ¿que más quieres?
-Dios mío, Jeane, no me lo puedo creer. ¿Llevas ropa de marca?
-Y un anillo de diamantes-me lo enseñó-. Oye me encanta tu casa-comentó entrando-, ¿es tuya?
-Del banco en realidad. ¿Nos sentamos?
-Sí.
Nos quedamos ambas en silencio. Ella estaba tan irreconocible...
-¿Que tal tu vida?
-Bien-sonrió-. ¿No me vas a preguntar por qué me fui? ¿O por qué llevo esto?-se señaló las ropas-. Avril, di algo.
-Llevo tres años sin verte ni hablarte. Supongo que lo que me tengas que decir me lo dirás tu sola.
-¿Es rencor lo que oigo en tu voz?-ironizó-. Tu también has cambiado, Av. Aunque no lo veas.
-Yo no llevo zapatos de marca.
-¿Es por los Jimmy Choo? Si quieres te los doy. Es mi marido quién...
-¿Tu marido?
Asintió, sonriendo. Retorció los dedos de las manos, gesto que indicaba que estaba nerviosa...y feliz. Jeannine Maréchal, la de "el amor sin ataduras es lo mejor de la vida", casada y feliz.
-No lo entiendo.
-Oh, Av. Me habría encantado que vinieras a mi boda, pero cuando tiré el móvil... Bueno, no me acordé de la agenda y no tenía ni tu número ni tu dirección para decírtelo.
-Jeane...
-Lo sé, Avril, lo sé. Fui una inconsciente, una tonta, pero... Me di cuenta de que no tenía sentido, de que nada tenía sentido. ¿Para que estudiar derecho si no crees en aquello por lo que vas a luchar en un futuro? Decidí dejarlo todo...
-¿Y adónde fuiste?
-A América, Av. Donde van todos los soñadores. Y allí... Allí conocí a Jack.
-¿Jack?-arqueé las cejas.
-Encontré alojamiento con una pareja hippie que tenía un huertecito. Ninguno trabajaba, pero me dijeron que con lo que sacaban de la tierra les daba para vivir, y que podría vivir con ellos si trabajaba para ganarme el pan. El huertecito solo daba lo justo, pero yo sentía que lo que hacía servía para algo. Así estuvimos un año, hasta que a nuestra pequeña familia se unió un miembro más.
-Jack.
-Jack-asintió-. Dijo que estaba harto del materialismo de su mundo y que quería acogerse a nuestro modo de vida. Ya sabes lo que pensaba del amor libre, a él le pareció bien, hasta que...
-Que...
-Nos dimos cuenta de que ya no lo hacíamos libremente, Av. Lo hacíamos porque nos gustaba estar juntos, porque nos queríamos. Y así pasoó otro año. Enamorada hasta las trancas de un hombre del que solo sabía que se llamaba Jack-hizo una pausa para beber la coca-cola que le había sacado-. Pero, después de un año de felicidad, llegaron unos hombres a nuestro hogar. Hablaron con Jack y se fueron. Después él me dijo lo que pasaba: su hermano mayor y su padre habían muerto y él había heredado toda la fortuna familiar-las lágrimas acudieron a sus ojos, pero ella las reprimió-. Me dijo que era su deber acudir al rescate de la empresa familiar, que no podía dejar al mando al tirano del amante de su madre. También me dijo que no se iría sin mí. Se enjuagó las lágrimas-. Y que si me casaba con él.
-Y tú aceptastes.
-¡Claro que acepté!
-Y ahora no eres feliz. Ya no le quieres.
En el fondo seguía siendo Jeannine, mi mejor amiga. Sabía que era capaz de todo por amor, y lo había demostrado. Pero era igual que una niña y se ilusionaba fácilmente. Si ñel había cambiado...
-No es eso, Avril, yo... Yo le quiero igual que siempre, si cabe aún más, pero... ¡Mírame! Voy vestida de Prada, llevo un peinado de mil, ¿me oyes? Mil quinientos euros. Asisto a desfiles de moda, cenas de negocios, me codeo con la créme de la créme de todo el mundo. ¡El mes pasado conocí a Orlando Bloom! Pero...
-Esa no eres tú.
Sonrió.
-¿Ves, Avril? No he cambiado tanto... Es solo que... Él se desvive por mí, me compra las cosas más caras, yo creo que para compensarme... ¡Y no entiende que así no arregla nada!
-¿Has hablado con él?
-¿Qué le digo? ¿Qué es una pesadilla vivir rodeada de lujo? Av...-rompió a llorar.
La abracé. Como cuando se murió Alitas, su loro. La abracé porque era el único consuelo que le podía dar.
-¿Qué puedo hacer por tí, Jeannine?-dije cuando se hubo calmado.
-Av... ¿me dejarías unos vaqueros?
La acompañé a mi habitación y le mostré el armario. Seguíamos teniendo la misma talla. Se quitó la ropa cara y se puso unos vaqueros desgastados y una camiseta. Acto seguido, fue al cuarto de baño y deshizo su carísimo peinado.
-¿Crees que podríamos ir al cine?
-Claro. Echan una de Johnny Depp que tengo ganas de ver-le contesté desde mi cama.
-Pues vamos.
La Jeannine que salió del baño se asemejaba más a mi mejor amiga. Su pelo estaba liso, sí, pero no quedaba una gota de maquillaje en su cara.

-Oye-me dijo cuando salimos del cine-. ¿Cumpliste tu sueño de dormir en el Ritz?
-No...-sonreí-. De momento estoy intentando pagar la casa y el coche.
-Pues hoy duermes conmigo.
Cogimos un taxi hasta el Ritz de París. Entramos y Jeannine se identificó.subimos hasta una de las suites.
-Dios mío, Jeane, esto es un sueño-dije tirándome sobre la cama.
-Eso pensé yo los seis primeros meses. Después...-se tumbó a mi lado-.Necesito volver a mi vida normal. Un poco.
-¿Para eso me necesitabas?
-Sí-sonrió.
-¿ Y no me necesitas, no sé, para comprar ropa? Unos pantalones de Levi's no le vienen mal a nadie.
Rompió a reír. Me alegré secretamente de que aún tuviera el mismo humor de antes.
-Hemos venido a París por una reunión de trabajo. Jack se ha ido a Los Angeles justo después, pero yo me he quedado para verte a tí.¡Ah!Será mejor que sepas que ya no soy Jeannine Maréchal, sino Jeannine Sandman.
-¡Qué elegante! Oye, señora Sandman, ¿por qué no le dices a Jack Sandman que en vez de vestidos de Gucci quieres vaqueros de Levi's? Si el se siente bien comprando ropa cara, que la compre, pero a tu estilo.
-¿Mi estilo? Mi estilo es de mercadillo...

Oímos la puerta abrirse y nos incorporamos, asustadas. Una voz varonil llamó a mi amiga.
-¿Jeannine?
-¡Jack!
Se levantó corriendo y yo la seguí, curiosa. Quería ver al hombre que tanto quebraderos de cabeza daba a mi amiga.
Cuando llegué al recibidor de la suite me encontre a Jeannine abrazada al hombre más guapo que había visto en mi vida. Enfundado en un traje de Hugo Boss, parecía un modelo de pasarela caído del cielo más que un ex-hippie.
-Hola-saludé, tímidamente.
-Hola-contestó.
-Jack, esta es Avril, mi mejor amiga. Avril, Jack.
Le podría haber dado una pausa dramática a la presentación, porque a lo mejor aliviaba la tensión. Jack me miraba fríamente, como para darme a entender que no era bienvenida.
Jeannine recordó que había dejado el bolso en recepción y nos dejó a solas. Seguía teniendo el mismo tacto de siempre, es decir, ninguno.
-¿Hace mucho que conoces a mi mujer?-me preguntó. Recalcó el mi de forma bastante ostensible.
-¿Te sientes amenazado?-contesté, sorprendida.
Me di cuenta de que era cierto en cuanto lo dije. ¿Son todos los hombres igual de primitivos?
-Márchate antes de que te vea y no vuelvas a aparecer por nuestras vidas.
-¿Por qué?-respondí, provocativa.
-Ella es muy sensible, Avril-pronunció mi nombre con desdén-. No necesita a ninguna amiga que la ponga en contra mía.
-Ha sido ella quién me ha llamado, Jack. Porque me necesitaba. Porque necesitaba ponerse unos vaqueros y una camiseta de menos de veinte euros. Porque necesitaba ir al cine como la gente normal. Y, o mucho me equivoco, o eso no se lo puedes dar tú, Jack Sandman.
-¿Qué?
-Ella te quiere, chaval. Pero si la obligas a ir de Prada todos los días al final la perderás-terminé de cabrearme y empecé a gritar-. Así que antes de echar a las amigas de tu esposa porque creas que pueden amenazar tu felicidad conyugal, donde eres tú quien decides con quien se relacina Jeane, piensa si esas relaciones la hacen feliz. Renunció a su idílica existencia en esa caravana hippie por ti, imbécil. Y tu se lo pagas con vestidos de Gucci y pendientes de Tiffany's. Demuestras conocerla bien poco.

Cogí mi bolso y me marché. El día siguiente Jeannine me llamó para preguntarme por qué me había ido. Le dije que me había acordado de una cita. Cuando seis meses después volvió a París, me dijo que su marido había empezado a tratarla de forma diferente. Vino con unos vaqueros Levi's y una camiseta de deporte. Y su pelo, como siempre. La vi completamente feliz. Y la noticia que me dió hizo que me sintiera completamente segura de mi opinión.

Ahora, un año después, voy a EEUU para asistir al bautizo de Avril Jeane, la hija de Jeannine y, en unos días, mi ahijada. Junto a mi, el padre de la criatura, un hombre feliz y agradecido por haber contribuido a la felicidad total de su matrimonio. He de decir que es tan simpático como me lo había imaginado cuando Jeannine me hablaba de él. Y yo me alegro de haber encontrado a mi mejor amiga, y de acudir al bautizo de su hija con un vestido de Carolina Herrera hecho para la ocasión, cortesía de Jack Sandman y complementos de mercadillo, para hacer honor al nuevo estilo de mi amiga. Me consta que la echaron de diversos desfiles de moda por su ropa. Pero eso es otra historia.

Jeannine lo perdió todo y encontró la felicidad. Una felicidad tan plena que la contagia doquiera que va. Jeannine es la prueba fehaciente de que la suerte existe... si eres capaz de arriesgarlo todo.


domingo, 9 de agosto de 2009

Pequeña crónica de un beso por Eduardo Sandoval, caballero de la hacienda de Serranías

Con un alma de poeta, me dijo. Que si yo podría hacerlo. Naturalmente que le contesté que no. No soy poeta, le dije. Soy solo un pobre literato más bien muerto y olvidado, ni alma ni tres cuartos. Poeta, ni más ni menos. Ni que fuera destrozando malos sonetos por las calles. Pero me insistió. Y todo el mundo sabe que cuando Cecilia de Santos, señorita hermosa y recatada, te pide algo acariciando el cordón que sujeta su blusa, es imposible decir no. Así que le recité, lo mejor que pude, esos versos que me pedía, y se los recité "con alma de poeta". Y un par de cojones, todo hay que decirlo. La dulce rosa de tus labios,/ y los rayos de tus ojos, / mi amor te regalo/ el más profundo de mis sonrojos, y cursiladas del tipo que una americana de apellido Sand compuso para destrozar mis oídos. Pero a ella le gustó, y, dignándose a levantarse su sofá, sin dejar de abanicarse en ese caluroso día de verano, se sentó sobre mis rodillas, con los pechos a la altura de mis ojos. No es que yo sea bajo. La señorita de Santos, fruta prohibida probada por la gran mayoría de los caballeros de la región de Castilla, se inclinó sobre mi hombro para susurrarme al oído que yo era el caballero más encantador que había conocido, que mi manera de recitar los versos de la americana eran absurdamente encantadores y el movimiento de mis labios, lo más seductor que había visto nunca. Yo empezaba a sentir palpitaciones en todo el cuerpo, con la sangre en mis venas circulando como si de una autopista se tratase, pero ella seguía hablando. Cecilia, belleza sobrenatural encantadora de serpientes, me susurró al oído que estaba muy sola, que necesitaba compañía, y nadie mejor que yo para cumplir esa función. Así, cogió mi cara entre sus delicadas manos y depositó sus labios sobre los míos, primero suavemente, después con una pasión y una lujuria que me desbordaba, a mí, hombre de mundo y de mujeres. Siguió desbordándome hasta que, media hora más tarde, salí de su hacienda por la puerta de atrás, arreglándome la camisa.Por poco había escapado de Don Jaime de Santos, padre de la virtuosa (en todos los sentidos) joven. me monté en mi caballo, calculando la experiencia de la señorita Cecilia en función de los caballeros de la zona y, sorprendido, recordé que mi viejo padre solía venir por la hacienda de Santos y que sus visitas se hicieron más frecuentes cuando Cecilita, como llamaba a su ahijada, cumplió las dieciséis primaveras. La inocente Cecilia de Santos y el bondadoso Rodolfo Sandoval. Quién lo hubiera dicho.