lunes, 26 de noviembre de 2012

Una dama peculiar


Dora Smith, de soltera Gray,  era una mujer peculiar. Nadie lo diría por su pulcro aspecto de dama de clase media. Ni tampoco por sus reuniones para jugar al mus. Ni tampoco por la aburrida relación que mantenía con su marido, Bob. Ni siquiera por la llamativa relación extramatrimonial que mantenía con el jardinero (las vecinas murmuraban y sonreían, pero les parecía normal, una no podía esperar pasión del soso de Bob Smith).

Dora tenía dos hijos, bien educados, tímidos y que acudían a la escuela, se sabían todos los versículos de la Biblia y se portaban bien en la Iglesia. Llevaban buenas ropas que su madre remendaba amorosamente, para que nadie acusara a sus hijos de tener menos dinero que el que aparentaban, lo que hubiera resultado una verdad vergonzosa. En definitiva, Dora Smith se esforzaba, como cualquier ama de casa normal, por aparentar un nivel de vida más alto del que realmente podía llevar y lo conseguía.

Lo que hacía de Dora Smith, de soltera Gray, un mujer peculiar, extraña, extraordinaria, eran los misteriosos paseos que daba, a altas horas de la madrugada, hasta la oscura mansión Robinson, propiedad de Charles James Robinson, un anciano ermitaño, que vivía aislado del mundo y no tenía más compañía que la de su vieja ama de llaves. Cada noche, Dora Gray (porque en esos paseos dejaba de ser la señora Smith y volvía a ser la señorita Gray, con su sonrisa juvenil y los ojos brillantes) andaba un kilometro hasta la mansión, entraba por la puerta de atrás y caminaba por oscuros pasillos hasta llegar a la biblioteca, donde el viejo Robinson tocaba el piano. Y allí, sin testigos, sin jueces, sin responsabilidades, Dora se perdía entre las páginas de cualquier libro, olvidando la monótona vida de la señora Smith.


viernes, 23 de noviembre de 2012

La dama del Alba

Inspirado en la obra de Alejandro Casona y dedicado a esa mujer que no podía amar


Y luché contra la muerte, 
cara a cara,
y no conocía el miedo
cuando la miré a los ojos.

Y lloré al verla llorar,
y sufrí al verla sufrir,
y dejé de luchar;
me enamoré de ella.

Morí al estrecharla entre mis brazos.


miércoles, 7 de noviembre de 2012

En la campiña inglesa


La casa se alzaba, solitaria, en medio de la llanura. Rodeada por un caído muro de piedra, se veía abandonada, decadente, triste. Enredaderas del color del bosque más oscuro cubrían sus muros de ladrillo; los postigos entreabiertos de las ventanas le daban un aspecto sombrío. La puerta, que antaño había sido roja como el fuego más vivo, parecía ahora una vieja mancha de sangre, a juego con el arcilloso tejado que no prometía refugio en una noche de lluvia. La chimenea se elevaba majestuosa, de un negro más oscuro que la noche, y era el único detalle que recordaba, de manera sutil, la gran mansión que alguna vez había sido.

Su interior, en cambio, era esperanzador. Bajo la gruesa capa e polvo, resultado de años de abandono, lucían los más exquisitos muebles que pudiéramos encontrar. Su distribución, sencilla, ubicaba los enormes dormitorios al fondo, lejos de la cocina. Cuando uno se atrevía a abrir las ventanas, el efecto era abrumador: oleadas de luz inundaban la casa, dando un aspecto casi mágico a cada habitación. Pero sin duda la joya de esta morada se hallaba arriba. Si uno era capaz de encontrar las pequeñas escaleras y subía por ellas, se encontraba con la habitación más interesante de todas. La pequeña buhardilla, iluminada por la tenue luz del pequeño postigo, prometía cientos de tesoros escondidos a descubrir bajo el manto de plateado polvo.