domingo, 9 de agosto de 2009

Pequeña crónica de un beso por Eduardo Sandoval, caballero de la hacienda de Serranías

Con un alma de poeta, me dijo. Que si yo podría hacerlo. Naturalmente que le contesté que no. No soy poeta, le dije. Soy solo un pobre literato más bien muerto y olvidado, ni alma ni tres cuartos. Poeta, ni más ni menos. Ni que fuera destrozando malos sonetos por las calles. Pero me insistió. Y todo el mundo sabe que cuando Cecilia de Santos, señorita hermosa y recatada, te pide algo acariciando el cordón que sujeta su blusa, es imposible decir no. Así que le recité, lo mejor que pude, esos versos que me pedía, y se los recité "con alma de poeta". Y un par de cojones, todo hay que decirlo. La dulce rosa de tus labios,/ y los rayos de tus ojos, / mi amor te regalo/ el más profundo de mis sonrojos, y cursiladas del tipo que una americana de apellido Sand compuso para destrozar mis oídos. Pero a ella le gustó, y, dignándose a levantarse su sofá, sin dejar de abanicarse en ese caluroso día de verano, se sentó sobre mis rodillas, con los pechos a la altura de mis ojos. No es que yo sea bajo. La señorita de Santos, fruta prohibida probada por la gran mayoría de los caballeros de la región de Castilla, se inclinó sobre mi hombro para susurrarme al oído que yo era el caballero más encantador que había conocido, que mi manera de recitar los versos de la americana eran absurdamente encantadores y el movimiento de mis labios, lo más seductor que había visto nunca. Yo empezaba a sentir palpitaciones en todo el cuerpo, con la sangre en mis venas circulando como si de una autopista se tratase, pero ella seguía hablando. Cecilia, belleza sobrenatural encantadora de serpientes, me susurró al oído que estaba muy sola, que necesitaba compañía, y nadie mejor que yo para cumplir esa función. Así, cogió mi cara entre sus delicadas manos y depositó sus labios sobre los míos, primero suavemente, después con una pasión y una lujuria que me desbordaba, a mí, hombre de mundo y de mujeres. Siguió desbordándome hasta que, media hora más tarde, salí de su hacienda por la puerta de atrás, arreglándome la camisa.Por poco había escapado de Don Jaime de Santos, padre de la virtuosa (en todos los sentidos) joven. me monté en mi caballo, calculando la experiencia de la señorita Cecilia en función de los caballeros de la zona y, sorprendido, recordé que mi viejo padre solía venir por la hacienda de Santos y que sus visitas se hicieron más frecuentes cuando Cecilita, como llamaba a su ahijada, cumplió las dieciséis primaveras. La inocente Cecilia de Santos y el bondadoso Rodolfo Sandoval. Quién lo hubiera dicho.


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